jueves, mayo 15

Suite de Las Gotitas Coloradas en Re

Toqué con los nudillos en la puerta de lámina. No respuesta. Miré a la anciana, pero ésta se encogió de hombros y siguió su camino escaleras abajo.
Miré hacia ambos lados del pasillo, hacia arriba y abajo de la escalera. Nadie. Tomé impulso, le apliqué todo mi peso a la puerta y fui a caer en medio del departamento porque estaba abierta. Apestaba a mariguana. Un poco más de lo normal. Me incorporé y empecé a recorrer el departamento. Afiches de Bob Marley, alusiones a la cultura rastafari en cada rincón, un refrigerador lleno de cerveza, lámparas de lava… Todo seguía como cuando me fui.
Cuando entré a la recámara, Francisco estaba en el suelo, la mirada perdida, en medio de un charco de sangre… cerca de él, el djembé que le regalé el día de nuestra graduación, con las manos de mi amigo impresas en carmesí una y otra vez en el cuero que le servía de membrana. Las cortinas, las paredes, todo estaba salpicado de gotas de sangre de todos tamaños y figuras. No se necesitaba ser forense para saber que habían saltado hasta sus lugares directamente de las manos de Francisco al chocar contra el tambor. Tenía las manos, o lo que quedaba de ellas completamente destrozadas. Abiertas, reventadas como dos cangrejos hervidos. La región tenar inflamada, y amoratada, los dedos negros y llenos de hematomas, las uñas que todavía estaban unidas a los dedos, rotas, sangrantes…
Francisco me miró y el rostro se le iluminó… Me dijo:
-Francisco… ¡veniste! ¿Oíste mi música?-
Le pregunté que había pasado, mientras me incliné sobre él, lo incorporé y le revisaba las manos. Respondió
-Tuve una epifanía tocando el djembé… Supe que ibas a venir, supe que ibas a hablar conmigo, que me ibas a perdonar. Me siento muy mareado…-

-Perdiste mucha sangre, Francisco… Tienes que ir al hospital.-
-No tengo dinero para eso, Francisco…-
-No te estoy preguntando si tienes dinero… ¿Te destrozaste las manos contra el tambor? No mames…-
-No es un tambor, Francisco… Es como mi corazón… Cada nota es un latido… cada beat es lo único que me mantiene vivo… bum... bum… bum… bum… Perdóname, Francisco… perdóname. No quiero que me odies. No tú, por favor… Perdóname…-

-No hables, estás consumiendo oxígeno. Ya viene la ambulancia.-
-Francisco, Tengo frío. Tengo miedo. ¿Me voy a morir?-
-No sé.- Le dije mientras le tapaba con mi saco y le abrazaba por los hombros… -No sé…-

Mi amigo se desvaneció en mis brazos antes de que llegara la ambulancia. Cuando llegamos al hospital, yo ya había avisado a Carmen. Estaba esperándolo en urgencias. Le transfundieron muchos paquetes de sangre. Dos de esos, míos. Las manos estaban muy dañadas. No hubo que hacer por la izquierda, fue la que golpeó más duro el djembé, puesto que Francisco era zurdo. La derecha fue rescatada parcialmente.

Francisco salió de terapia intensiva en cuatro días. Le retiraron la sedación y fue hasta entonces que se dio cuenta de la amputación. Pidió hablar conmigo. Nuevamente me pidió perdón, y aunque yo no tenía ni remota idea de la ofensa que me había hecho, lo perdoné y le pedí disculpas por habernos abandonado seis años. Francisco me dio la llave de su apartamento y me pidió algunas cosas. Esa misma noche fui a buscarlas. Una cámara de video, un libro y sus gotas lubricantes para los ojos. Cuando regresé al hospital, una enfermera me informó que habían encontrado a mi amigo colgado en su habitación. Se había ahorcado con los catéteres.
Hoy me recrimino por haber llamado a la ambulancia, por haberle donado mi sangre. Después de todo, tendría una muerte tan poética y singular, tan espectacular y bizarra como lo fue el en vida. Y ahora yo tengo que pedirle disculpas, por haberle prolongado la agonía, por haberle condenado a una muerte vulgar, colgado del techo con mangueritas de caucho.
Algún tiempo después corrí el video en la sala de nuestro apartamento, con Carmen recostada en mi regazo. No teníamos idea de lo que veríamos. En la cinta, aparecía mi amigo sentado al borde de su cama, pidiéndome disculpas por haberse acostado con Carmen cuando ya era mi novia. Pidiéndome disculpas por haberla frecuentado en los primeros meses de mi matrimonio con ella. Carmen trató de incorporarse, la detuve ahí. Francisco comenzó a tocar el djembé, como siempre lo había hecho. Luego su ritmo se volvió frenético. De pronto, una de sus manos quedó impresa. Lo que vino fue impresionante. Aquél irredento rabioso suspendido entre millones de minúsculas chispas encarnadas, pulsátiles, vibrantes, que bailaban delirantes al ritmo exaltado que mi amigo inmerso en esa especie de trance místico les marcaba con las manos. Luego cayó el piso, desfallecido. En el suelo, su respiración estentórea, las gotas resbalaban de las paredes y las cortinas dejando tras de sí un rastro escarlata.
El video se cortaba unos minutos después, justo en el momento que yo entro a la habitación.
Carmen quiso decirme algo. Le tapé la boca con mis manos. Lloramos ahí, con su cabeza en mis piernas, viendo la tormenta de nieve que ahora emitía el televisor.
No lo hemos hablado, ni creo que lo hagamos nunca.
Yo, cuando estoy triste, pongo el video.
Es hermoso.

3 comentarios:

jess dijo...

Bueno, después de todo, sí tuvo la muerte que merecía.
Muy buen cuento!

Anónimo dijo...

Muy buen cuento, me gusto la frase de: "colgado con mangueritas de caucho.."

Unknown dijo...

excelentisimo, me lo imagine a usted como el detective cherlon jonz. lo mas culero es que era marihuano y aun asi no vivia suavemente.