viernes, agosto 3

La Máscara de la Muerte Sóla

(Inspirado en el cuento corto del maestro Edgar Allan Poe)

Durante años, la soledad azotó la comarca. Cual peste mortal, invadía a todos los pobladores de la manera más democrática, sin distinguir edad, sexo, raza o situación económica, pero tenía una fabulosísima ventaja sobre las otras pestes que crueles habían desolado antes al pequeño poblado. Se curaba. Y los aldeanos que un día morían de soledad, al día siguiente encontraban a una bella doncella, que con las languideces de su amor borraban las huellas de la mortífera enfermedad; o las mujeres que caminaban atormentadas por la epidemia, se encontraban preñadas de repente y curaban su mal al parir un crío; Los ancianos recibían la visita del hijo ausente, y la cándida adolescente de pechos nacientes encontraba la compañía en los fogosos abrazos del ardiente mozo que aliviaba la soledad con sus besos húmedos.
Pero la arrogancia es mucha y hace del egoísta su hogar perenne, por lo que aquél que se encargaba de regir a la pequeña población, negándose a sucumbir a tan mundanos padecimientos, mandó construír alrededor de su palacete de mármol rosa una muralla altísima coronada por plantas de hojas venenosas y punzantes espinas que hacían desistir al más valeroso de siquiera intentar cruzar aquellas tapias. El Conde Cienfuegos no estaba dispuesto a que la soledad osase siquiera husmear en sus aposentos. El cerco impedía que la soledad entrara, y más objetivamente no permitía que los que rodeaban al Conde se alejaran de ahí.
Había creado una comunidad exquisita y deliciosamente decadente. Literatos, intelectuales y toda clase de artistas departían en orgísticas bacanales, entregados con desenfreno total a la completa concupiscencia de los placeres del cuerpo. Dentro del palacio se disfrutaba del vino, de la comida, de la carne, de la música y de todo aquello que elevara más allá de la simple espiritualidad las mentes de los comensales.
Hubo una época en que la Soledad azotó con especial encono la comarca, hubo incluso muertes y los acompañantes del Conde pugnaban por salir a ver a sus seres queridos, pero Cienfuegos, aterrorizado ante la idea de la maligna marisma de la soledad colándose por los resquicios de las puertas abiertas, se negó rotundamente, y ofreció la más grandiosa de las fiestas jamás vista, tratando de disuadir a su corte de que le abandonaran en tan tétricos momentos.
Una mascarada era la fiesta perfecta, dando cabida a los más recargados atuendos, a la exageración y al ridículo, dónde se podía entregarse a cualquier placer sin los molestos remordimientos de conciencia después por haber sido reconocidos. Las plumas, el papel, las piedras preciosas y la bisutería se unieron en fantásticos antifaces coloridos que cubrían el rostro de todos los invitados. Cienfuegos, siempre con un toque de tiranía, restos del rancio abolengo noble en sus venas, decidió matar a su colección de cardenales, para confeccionar un antifaz de plumas rojas y negras, que remató con algunos rubíes de su colección personal.
Las siete salas del palacio fueron ricamente decoradas, la primera de ellas en tonos dorados, con pieles de felinos exóticos, y se daba el toque del África salvaje. Negras hermosas servían licores y frutos a los comensales; La segunda, al más puro estilo oriental, con sedas blanquísimas que hacían juego con las pálidas caras de las geishas que lo mismo tocaban parsimoniosas piezas en el ehrú, que daban sake a los invitados; La tercera tenía aquellas reminiscencias del medievo y el oscurantismo, el terciopelo púrpura y espeso, y mozos con armaduras de caballero a medio quitar. La cuarta estaba envuelta en gasa verde de la India, y se presentaban los actos asombrosos de los fakires acostados en púas de acero, o descendiendo de una cuerda colgada de ninguna parte. Cuero negro y estoperoles cromados reinaban en la quinta sala, donde los mejores músicos de rock interpretaban sus piezas, y se entregaban a las delicias del sexo sin remordimiento. En la sexta el nylon naranja y azul, el ambiente circense de los malabares y las bestias entrenadas, el olor de los caramelos y las golosinas, y la séptima, cerrada y en el mayor de los secretos para el final de la fiesta. Sólo se escuchaba en el interior el constante tic-tac de un reloj, y cada hora las retumbantes campanadas que salían de la sala cerrada.
Al sonar las siete de la tarde, justo cuando el sol se encontraba a la mitad de su puesta se escuchó aún sobre las pesadas campanadas y la música, el rechinar de los goznes de la gran puerta de plomo verdoso que cerraba la muralla acorazada. El Conde, seguido de una decena de invitados se precipitó hacia uno de los balcones, gritando a los guardias que volvieran a cerrar las puertas. Los guardias no estaban por ningún lado. Las puertas terminaron de abrirse completamente, y Cienfuegos esperaba ver la horda de comarcanos reclamando la opulencia del interior que contrastaba con la miseria al otro lado del muro.
Pero no. Era un sólo hombre el que se encontraba al otro lado del umbral. Estaba completamente desnudo y un enorme hueco se abría en el centro de su pecho. Eso no era lo más raro, sino que contrastando con lo macabro de su pecho perforado y la suntuosidad de la fiesta traía puesta en la cabeza una ridícula bolsa de papel de estraza, que no dejaba ver su rostro. Entró cadenciosamente al ritmo de la música a través de los jardines, los pavoreales caían muertos a su paso. Luego entró a la estancia, y fue recorriendo las salas una a una, y al tiempo que caminaba a través de ellas, terminaba la música de los djembés de las africanas, de los erhús, de las balalaikas, de las cítaras y de los clavicordios, de los banjos, baterías y sintetizadores. Hasta que por fin se encontró en la sexta sála frente al Conde Cienfuegos, quien lejos de amedrentarse, se encontraba enfurecido por la osadía de aquél extraño ridículo, quien cojeando de la pierna derecha, le había arruinado la fiesta. Notó al tener al desconocido frente a él que de su cuello pendía de un trozo de cuerda de ixtle, o mecate, una gruesa placa de oro, que decía "Tu única compañía"...
El insolente por fin habló...
-Son las siete señor Conde, ¿no va a invitar a este pobre desabrigado a pasar a la última sála?-
-Lárgate, no estás invitado... ¿Quien ha cometido la estupidez de dejarte entrar?-
-¿Entrar, señor Conde?- Estalló una sonora carcajada... -Para entrar, primero necesitaría estar afuera-
-Déjame en paz, arruinas mi fiesta.-
-Tu fiesta ya valió madres, Conde... Ya había valido cuando yo llegué, o mejor dicho, cuando me viste llegar. déjame entrar a la séptima sala. Me muero de sed, y acá afuera no sirven buen vino.-
El Conde, en contra de toda su voluntad sacó una enorme llave con la que abrió las puertas de madera nacarada de la séptima sála. Era un cuarto gigantesco. El más grande de la mansión. Y aumentaban esta sensación los grandes muros desnudos de todo color, de toda decoración. Muros enormes de frío y húmedo concreto. En el suelo no había un sólo mosaico. Más cemento gris y muerto. Al fondo de la habitación, había un destartalado lavamanos, y en el extremo superior izquierdo de la pared del fondo, se abría una minúscula ventana que dejaba entrar unos pálidos rayos de luz, que no alcanzaban siquiera a llegar hasta el piso. Un tubo de neón parpadeante que chirriaba sin cesar.
Cienfuegos estaba con la boca abierta, ahi dentro debería haber el más grande de todos los bacanales, y no había nada, absolutamente nada...
-Tengo que avisar a mis amigos- Dijo mientras empujaba a un lado al insolente y caminaba apresuradamente al resto de las salas...
Insolente sólo atinó a emitir otra carcajada.

Conde no encontró a nadie. Sólo sedas y gasas y encajes... Vestidos que nunca nadie usó, casacas, turbantes con plumas exóticas, zapatillas con cascabeles, corsés recargados, pedazos de armaduras, kimonos, sarongs y capirotes de payaso, antifaces de plumas, y aretes de perlas, chamarras de cuero y botas de tacón alto, medias de red y ligueros, calzoncillos, corbatas y tirantes, sacos de clavel en la solapa, pelucas polveadas de arroz, cinturones de grandes hebillas y coronas falsas, zancos, clavos y bolas de billar... El lugar estaba desierto. Era imposible, no podían haberse ido en tan poco tiempo. No todos.

Regresó lentamente a las puertas de la séptima sala, dónde le esperaba Insolente con su gran cicatriz en el muslo y su hoyo en el pecho. Conde no podía verle la cara, tapada con la horrenda bolsa de papel, pero adivinaba la sonrisa perversa y retorcida que estaba en los labios de ese ente monstruoso. Jugueteaba con sus dedos descarapelados con la placa de oro.

Al ver que las puertas nacaradas estaban cerradas, Conde, en un impulso de insanidad, creyendo que se trataba de una mala broma, imaginó a todos sus invitados ocultos en la séptima sala, riéndose del tremendo susto que le habían dado. Enfrentó a Insolente, y le dijo, con una risilla nerviosa...

-Déjame entrar.-
-¿Estás seguro?-
-Es mi palacio. y tú un intruso, déjame pasar, es una órden.-

Insolente se encógió de hombros, y se movió, dejando el paso libre a Conde.

-Espera, vas a necesitar esto.- Le dijo, y se descolgó la placa, que estaba un poco llena de podredumbre y sangre que salía del agujero del pecho de Insolente. La puso en el cuello de Conde.

Las puertas nacaradas se abrieron, y Conde entró corriendo al gran salón. Unos pasos tras él entró Insolente. No había nadie ahí, seguía tan vacío como la primera vez. Conde se estremecióy sintió el más atroz de todos los miedos. Se volvió sobre sí mismo. Ahí estaba Insolente tras de sí. Conde adivinaba la sonrisa macabra, la puta sonrisa perniciosa, bajo la bolsa de papel.

-!!¿Quien chingados eres tú?¡¡- Exclamó Conde, pero ya sabía la respuesta, y tiró violentamente su mano para quitar la bolsa de papel de la cabeza de Insolente. Al mismo tiempo las puertas nacaradas se cerraron con un estruendo seco.
Conde se quedó con la bolsa de papel en la mano. Debajo de ella no había nadie.

Y las puertas nacaradas tenían un enorme espejo por atrás.

2 comentarios:

The hobbit Tuk dijo...

Me encanta leerte, toda una exquisitez. Conde me invitaría usted a su palacio???, y si fuera así en que sala me colocaría???.

Janita dijo...

... pense que la falta de azucar me estaba afectando a mi pero ...

jo, jo, a mi tambien me encanta como escribes ... podria enamorarme de ti ...

... dije "podria".

...